miércoles, 19 de junio de 2013

Entre las grietas (VI)

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VI

                Al principio se alegró de haber hecho caso al doctor. El viaje por el Pacífico era algo que tendría que haberse permitido hacía mucho tiempo. Su mujer y los niños estaban encantados. Viajaban desde California, atravesando el Pacífico hasta Japón y haciendo escala en Hawaii. Sin embargo había momentos en el silencio de la noche, de madrugada, en los que Pedro no podía dormir. Se levantaba y salía solo a cubierta, momentos en los que inevitablemente se quedaba observando el horizonte en dirección suroeste. Tenía la sensación de que era un punto fijo en medio del océano vacío, ya que cada noche le parecía sentir cómo el barco avanzaba respecto a él. Al cabo de un rato en el que luchaba contra el impulso de echar a nadar hacia allí con todas sus fuerzas, volvía a la cama, soñando intranquilo con una enormidad que yacía bajo las aguas en una ciclópea ciudad hundida de ángulos extraños y curvas que eran a la vez cóncavas y convexas.

                Una noche se encontraba en cubierta mirando hacia el océano más allá del ecuador. Los juerguistas debían haberse retirado ya a sumirse en su sopor alcohólico, o tal vez a dedicarse a gozar de la compañía nocturna, el caso es que no había nadie por donde él se encontraba. Sumido en sus pensamientos un carraspeo a su lado le sobresaltó. Agitando la cabeza, saliendo de su ensimismamiento, Pedro miró a su derecha, de donde venía el ruido, y vio a un hombre extraño. Iba cubierto con chaqueta y corbata negras sobre una camisa gris oscuro y llevaba unos pantalones de corte japonés que le tapaban hasta los pies, que no se le veían. Pero, por estrafalaria que fuese su vestimenta, lo más raro era verle la piel.
                Sus rasgos eran totalmente caucásicos, sin embargo, su piel era negra como un tizón, como la de los africanos más oscuros, quizá más. Y era calvo, ni un pelo se veía en su redonda cabeza. Tan oscuro era que la luz de las estrellas se reflejaba en su piel, creando un resplandor maligno y malsano. Cuando el hombre habló fue como si arañase cristal, a la vez que su voz permanecía grave y perfectamente entonada.

                -No puede dormir, ¿verdad? A mí estos viajes en barco siempre me marean. De ser posible viajaría bajo las aguas…

                Pedro se sorprendió de la extraña voz del hombre estrafalario y siniestro que estaba a su diestra, y no pudo evitar que un ligero escalofrío recorriese su espalda pese a lo caluroso de la noche.

                -¿Pero dónde está mi educación? Soy Schwartz, Cornelius Schwartz- el extraño tendió la mano.

                -Pedro Mejías-le devolvió el saludo, extrañado. Desde luego, el hombre no sonaba nada a alemán con un acento bastante neutro-. ¿Se encuentra también de vacaciones, señor Schwartz?

                -Por supuesto. Llámeme Cornelius.

                Cornelius y Pedro se quedaron hablando hasta casi la salida del sol. Su conversación versó de temas de ciencia, arqueología, astronomía… temas todos que interesaban a Pedro y de los que el visitante parecía tener un profundo conocimiento. Le preguntó por su camarote para poder continuar la charla, pero el ahora ya no tan extraño prefirió dejar que volviera a ser la casualidad quien les volviese a unir.

                -Para estas cosas suele ser sabia. Cuídate, Pedro.

                Dos cosas le llamaron más tarde la atención a Pedro. Durante toda la velada con Schwartz nadie había aparecido por cubierta, ni siquiera personal del barco, era como si hubiesen estado completamente a solas. Y otra cosa le turbó más aunque en un principio no supo decir por qué, pero sobre todo fue la manera paternal en la que le pareció que Schwartz le trataba, y sin embargo, en su momento le pareció lo más natural del mundo.

                El crucero prosiguió y Pedro seguía sintiendo cómo se movía respecto a su punto de atención. Siguió despertando por las noches, y en muchas de ellas volvía a encontrarse con Schwartz, que cada vez le tenía más fascinado con sus doctas enseñanzas. El hombre era desde luego un caudal inagotable de nuevos descubrimientos y por eso no dudó de él cuando, poco a poco, empezó a meter también temas esotéricos en sus conversaciones, hablando de cómo la magia y las matemáticas no eran sino aspectos distintos de la misma cosa, que era la manipulación del espacio con la pura fuerza de la mente, pero que aún no estábamos preparados para desarrollarlo por vía matemática. Hablaba de geometrías extrañas, de dimensiones fuera de la nuestra, de nuevos universos y de todo lo que se ocultaba aún en este. De leyendas que se contaban sobre razas capaces de surcar los infinitos vacíos entre las galaxias y de surcar los cielos impulsados por los vientos solares de millones de estrellas muertas. Comenzó a hablar de seres más antiguos que el hombre y que el universo mismo, y de cómo estos seres que ahora se hallaban en declive volverían a alzarse. Y de todo esto le habló durante el transcurso de muchas noches. Empezaron a incluir a Crowley y a otros grandes ocultistas en la conversación, y a hablar sobre lo frágiles que son en verdad los muros de lo que llamamos realidad y lo fácil que sería romperlos si tuviésemos la piedra adecuada.
                Y mientras sus noches con el paternal Cornelius le sumían en un frenesí de nuevas revelaciones y de incógnitas sobre el cosmos que nos rodea, Pedro iba dejándose día a día, casi olvidándose de la presencia de su mujer y los niños, y llegando en ocasiones a considerarlos una molestia para sus excursiones nocturnas. Sabía que su mujer sospechaba que le era infiel y se reía al ver lo lejos que se encontraba de la auténtica raíz de lo que pasaba.

                Durante una de las últimas noches de crucero Cornelius le aseveró que esa sería la última vez que le vería a bordo de ese barco, pero que volverían a encontrarse más adelante. Le dijo que cuando fuese el momento adecuado irían juntos hacia el lugar que tanto le llamaba y dejarían atrás todos los problemas del mundo rutinario y común en el que se hallaba inmerso. Se despidieron con un abrazo que dejó a Pedro la impresión de estar tocando brasas.

                La llegada a Japón transcurrió sin más incidentes, y que las noches pasadas hubiesen sido de tranquilidad por parte de él ayudó a que la mujer de Pedro desechase sus sospechas, al menos de momento. Llegados al puerto de Osaka un bus les llevó al hotel, y a la mañana siguiente un tren les llevó al aeropuerto de Kansai, desde donde partieron de vuelta a España.

                Durante su largo viaje el semblante peculiar de Cornelius volvió a él en sueños. Esta vez llevaba una larga túnica negra que le cubría hasta los pies, y le esperaba en una cámara de húmedos ladrillos en las paredes. Sin decir nada a pesar de llevar una leve sonrisa en su negro rostro, señaló un corredor iluminado débilmente con pebeteros a lo largo de su recorrido. Pedro le siguió sin dudarlo.

                A medida que avanzaban Pedro podía oír cánticos y, aunque no identificaba las palabras ni el idioma, lo entendía perfectamente. Hablaban de cómo el Anciano se alzaría en su trono de piedra cuando las estrellas estuviesen alineadas y de que nada podría resistirse a su poder. Sólo la llave hacía falta. La llave que sólo alguien de la sangre del Caos Reptante podría conseguir.

                Cornelius le llevó a una cámara mucho mayor, tanto, que podría haber contenido una pequeña ciudad en su interior. El techo se perdía en la oscuridad, al igual que el fondo. En ese momento a Pedro le pareció bastante plausible considerar que tales cosas no existían ahí. Hacia el centro de la estancia (o lo que a Pedro le parecía, ya que no veía el fin de la habitación) había una reunión de figuras en una plataforma de piedra, cuyo tronco se perdía en las tinieblas de abajo. Antorchas con un fuego verde de color enfermizo las iluminaban. En la estancia había más pilares de piedra, enormes, que también se hundían en la negrura. Todo parecía unirse entre sí con una red de pasarelas de madera unidas por cuerdas con un aspecto de lo más inseguro, como la que rodeaba la sala, que era en la que Cornelius y Pedro se encontraban contemplando la escena. Los cánticos que se habían estado oyendo durante todo el trayecto provenían del grupo de encapuchados…

                Cornelius empezó a dirigirse hacia ellos y Pedro le siguió. Sobre las pasarelas de madera y cuerda de aspecto endeble pasaron, mientras estas se bamboleaban peligrosamente y sin cesar. Con paso ágil y seguro llegaron ante el grupo, una caterva de seres deformes en su mayoría humanoides, pero con facciones y rasgos que los marcaban claramente como algo distinto. Había incluso una masa informe y mutante de la que surgían y desaparecían ojos y bocas constantemente, y varios tipos de extremidades, siempre distintas y cambiantes…
                Todos, sin excepción, se inclinaron ante la llegada de Cornelius y Pedro. Este le conminó a que avanzara hacia el centro.

                -Ahora, hijo mío, observa cuál es la llave que abrirá la tumba del gran Cthulhu, que yace muerto y dormido en su ciudad de R’lyeh, al que tú sacarás de su sueño.

                Ante Pedro se materializó una piedra negra con arabescos dorados por toda su superficie, alargada y de aspecto terrible. Pedro se estremeció al verla. Acababa en una punta de apariencia cruel y despiadada.

                -Para que sea efectiva deberá bañarse en la sangre de uno de mis descendientes, directamente desde su corazón, sobre la vieja R’lyeh, hundida en el sur del Pacífico…

                Y Pedro se despertó gritando.

Continuará... AQUÍ

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